CLARA ESTRATAGEMA PARA ENFRENTAR LO INESPERADO

Cuento de Joyce Cavalccante

Aunque el expendio de bebidas no fuera el principal, el único o el más interesante punto de encuentro del poblado, Alain pasaría la eternidad examinando los estantes y contando, una por una, las botellas de bebidas expuestas en desorden, unas a medias otras aún por abrir, tan sólo por el placer de estar cerca de aquella por quien su corazón era un volcán en erupción.

Clara. Clara como el mismo paisaje que arropaba el lugar lleno de sol, sonido de mar y silvido del viento. Ventarrón que zumbaba a todas horas y mucho más en la noche, después de que todos se habían ido a dormir.

El siempre se acostaba solo. A veces con ropa, se quedaba mirando hacia el techo en lo oscuro. Sin esperanzas, apagaba el quinqué para no desperdiciar gas, y dejaba tan sólo que la claridad del fuego en su interior, incandescente como las llamas del infierno, quemara su pecho y su vientre repleto de deseo insatisfecho.

Aquello debía ser una condena por el mal que había hecho a otros, principalmente a las mujeres, que no habían sido pocas. Quizá Clara fuera la venganza de alguna diosa protectora del llamado sexo débil. Quién le diera volver a empezar e iniciar una vida inocente de gente común y corriente, con un humilde empleo de donde sacar el sustento y no tener que llevar esa existencia insegura de actor exótico que, en busca de la fama, busca los lugares mas escondidos del mundo para encontrarse. La verdadera vida era con una mujer que cuidar, y en el futuro, hijos que veamos crescer y que lo vean a uno morir.

Y esa mujer tenía que ser Clara, la hija del dueño del expendio. Con sólo 15 años y pechitos alebrestados, piernas morenas, vientre plano que parecía una tabla. Risa enloquecedora cuando enseñaba la dentadura blanca y pareja. Alain se derretía cuando pensaba introducir su lengua ya madura entre aquella hilera de dientes; logrado lo cual, saborearía la lengua verde de la niña no tocada.Richard Mille Replica

Abismado en esos pensamientos, su cuerpo le advertía que era necesario mucho más; lo quería todo, y se hinchaba entro del pantalón, cuando lo llevaba. Si estaba desnudo, se frotaba con la mano, lamentando tener que hacerlo. Nunca le había faltado mujer. Hubiera sido mejor tener a la chica a su lado para divertirse.

Era ella tan joven que aún le gustaban los juegos infantiles. Durante los tres meses que él ya había pasado allá se estasiaba viéndola bailar en círculo con los niños, dando vueltas. Otro de sus pasatiempos era el de ver cómo la niña se divertía con los instrumentos cuando bordaba para ayudar a la mamá a completar los encargos que venían de la ciudad. Decían que el lucro era casi nada, pero todas las mujeres del poblado trabajaban en eso desde que tenían uso de razón, consiguiendo algunos centavos para ayudar en los gastos. Clara se arremangaba la falda y la sujetaba entre las piernas mientras ejercía aquel menester. Cuántas y cuántas tardes no perdío Alain escondido detrás de un tamarindo sólo por el placer de contemplar los movimientos de la chica que, con los ojos bajos, se entretenía concentrada en su quehacer. A cada uno de aquellos movimientos, por insignificante que pareciera, el corazón del muchacho saltaba de donde estaba guardado queriendo volar.

Un día, yendo tras ella, se adentró en el monte siguiéndole los pasos, curioso, queriendo saber a dónde iría. Caminaba con cuidado sin hacer ruido y a cierta distancia. Pero aun así fue sorprendido. Se encontraron solos parados uno frente al otro, bajo las hojas crugientes. Pensó acostarla allí mismo, abrazarla y realizar el rito del casamiento tantas veces soñado. Pero no sería esa la mejor manera. Claro que no.

Percibió que ella era tímida, muy tímida; en efecto, se sonrojó ante su mirada azul y se puso a correr, mirando hacia atrás de vez en cuando. El no se movió, avergonzado y temiendo que ella, con aquellos ojos amarillentos, hubiera leído sus pensamientos profanos. Se sentía como un niño atolondrado.

Ni siquiera parecía aquel hombre conquistador como lo había demostrado con Mariange, la mamá de su hijo que ya tenía veinte años y que aún ahora estaría dispuesta a recibirlo de nuevo. Gilda, que lo siguió de Brasil a Francia para obligarlo a que le diera su amor, pistola en mano, si fuera necesario. Natercia y Tereza, las dos actrices que aceptaron dividirlo entre sí durante más de dos años, ya que él era incapaz de otorgar la exclusiva a cualquier mujer. Silvia, la millonaria que lo dejó divertirse a sus anchas con su fortuna. Amores grandes y pequeños que pasaron por su lecho sin rozarle apenas el corazón. Amores que de tan numerosos y fugaces lo volvieron escéptico en el amor, hasta que, ya maduro, vino a dar a aquella playa tranquila, con el presentimiento de que allí encontraría a la mujer que nunca había tenido.

Los ojos de Clara eran iguales a los de un lobo Guará. También lo era su elegancia, al caminar. Por eso él no se alejaba de ella; ella, en cambio, parecía ni siquiera darse cuenta de que él existía. ¿Sería todo fantasía de su cabeza? No por eso se iba a desanimar. Se hizo amigo del papá de la chica, sr. Jair, contándole historias de Europa, lugar donde había nacido; exactamente por eso era más conocido como "francés". Por ahí nadie lo llamaba por su nombre propio.

Clara como las espumas que se arrastran del mar a la playa. El nombre Clara es el nombre del cielo azul que aquí se extiende. En el poblado nadie usaba lentes oscuros, excepto él mismo. Por eso,Vacheron Constantin Replica pidiendo permiso al tendero, regaló unos lentes a aquella cuyo padre no sospechaba nada.

Era uno de esos padres valentones que quieren a toda costa que la hija se case, y por eso no la dejan buscar marido. Pobre de ella si le echara una mirada a algún sinvergüenza que se metiera a la tienda. Y ay del bribón que diera muestras aunque fuera de darse cuenta de que ella existía, aun cuando fuera ella la que sirviera la bebida en el mostrador. En esas ocasiones Alain no salía de allí, con el fin de observarla más de cerca, aunque para eso tuviera que estar bebiendo.

No sé como ellos aguantan esa porquería con sabor de medicamento.

A pesar de esa repugnancia, real o aparente, se emborrachaba igual que los demás a quienes les gustaba aquella pósima. Y fue gracias a la borrachera como tuvo valentía para declararse.

Fue en plena tarde de un martes cuando, sospechando que no había testigos, siguió a Clara mientras iba con una canasta de ropa sucia bajo el brazo para lavarla en el río. Un río manso que se encontraba con el mar muy cerca del poblado. Con pasos torpes, bajó con dificultad la barranca agarrándose a los arbustos prendidos en la tierra de la ladera. Se estasiaba al ver con que agilidad bajaba la muchacha, parecía ir bailando mientras caminaba sin fijarse en lo que hacía, mirando hacia los lados, al el cielo y hacia atrás. Así fue como vio el esfuerzo de Alain que ya casi la alcanzaba. Asutada, ella cambió de rumbo entrando en la capillita, sin misa aquella tarde, pero con las puertas abiertas como siempre. El Padre vivía allí.

¡Ei, por qué esa falta de respeto, Clara! - vociferó el sr. Cura Ferando. Esos no son modos ni vestido apropiado para entrar a la iglesia.

Clara miró hacia atrás, y viendo que Alain aún la perseguía, repondió que quería confesarse. El padre se fue al el confesionario y viendo también a Alain que nunca iba a misa, le preguntó en son de broma:

Y tú, ¿también te quieres confesar?

- Yo también - respondió el Francés, sin otra disculpa más plausible. Ahora tendría que inventar pecados.

Y tendría que haccerlo de inmediato, ya que Clara no tardó ni cinco minutos a los piés del padre. Ahora le tocaba a él. Mientras tanto, la perdió de vista. Sospechaba que ella no lo quería; si no, ¿por qué le rehuía? Cuanto más pensaba en eso, más lo acuciaba el deseo, más intensamente su cuerpo exigía la posesión de aquella creatura. No podía precisar cuando el tormento era mayor.

Entonces fue cuando supo que ella no sabía leer. Y también el motivo. Lo oyó en la tienda de boca del mismo sr. Jair: teniendo muchos hijos, no sobraba dinero para mandarlos a todos a la escuela.

¿Pero no es gratuita la escuela pública? Preguntó Alain. Sí - respondió el viejo malhumorado, limpiando el mostrador con un trapo percudido. No se paga - repitió pensativo. Pero los zapatos que necesitan para ir allá cuestan caros. No tengo dinero para calzar a toda esa raza.

Conmovido, el Francés, como primer impulso sintió ganas de ofrecerle uno o más pares de zapatos para su preferida. Salió de la tienda con la idea en la cabeza. Pensó, desmenuzó la idea, la volvió a ensamblar y.. ¡eureka! La idea se estrelló como huevo en el piso, fragmentándose en planes. Se ofrecería para enseñarla a leer. Aunque él no supiera muy bien el portugués, aunque ella fuera alfabetizada parte en una lengua y parte en otra, emprendería la tarea. La enseñaría también a contar. En esto no necesitaba mucho; los rudimentos de aritmética serían suficientes. La excusa sería el hecho de que ella le tenía que ayudar al papá en la tienda; tenía que saber hacer las cuentas para saber cobrar, y escribir para apuntar lo fiado. Así podría convivir todos los días con su musa que le dedicaría toda la atención durante muchas tardes. De ahí podría surgir el enamoramiento. Al comienzo, secretamente, sólo entre los dos. Después hablaría con el papá, le pediría la mano de la chica, afirmando sus serias intenciones. Se casarían en la capillita, bendecidos por aquel cura agrio como un limón.

Pero, ¿de dónde sacaría el valor para enfrentar al tendero con la propuesta? El viejo podría sospechar, enpecinarse, ¡vete a saber!. Esa gente era tan imprevisible. Miraba por la ventana pidiendo consejo al paisaje. Dirigía luego la vista hacia su cuarto invadido por la soledad. Se imaginaba en una casita allí cerca, bien aseada, con Clara calzada y alfabetizada cuidándolo.

Receloso, decidió hablar primero con ella, preguntarle su opinión. Pero sus intentos de abordarla fracasaron. Cuando ella no escapaba, se quedaba callada sin mostrar si había entendido o no la propuesta. Quizá él no le inspirara confianza. Gastó no poca energía intentando comunicarse sin éxito. La solución sería hacer todo a través del papá, como era costumbre. Así pues, se echó unos buenos tragos de aguardiente allí mismo en el mostrador y lleno de arrojo expuso su proyecto al posible futuro suegro. El hombre le echó una mirada escéptica moviendo la cabeza hacia los lados. En seguida le preguntó si no tenía nada mejor en que perder su tiempo. Teóricamente estaban solos, pero se notaba que Clara fisgoneaba detrás de la puerta.

Al fin, el sr. Jair rompe el silencio: ¿Y por qué usté no enseña de una vez a toda la recua a leer?

Pues..., sabe..., no, sr. Jair. No es una buena idea. No creo que se deba sacar a los niños de la escuela para que aprendan conmigo. No hablaba de los niños hombres, sino de las tres niñas. Tal vez sabiendo leer sean de más utilidad.

Eso era algo que el Francés no esperaba, pero no dejó que el viejo notara su confusión y aceptó. Sería maestro de Clara, la mayor; de Juana, de 10 años; y de Judit, de cuatro.

Compró cuadernos, lápices y borradores en la ciudad más cercana, pues en el poblado ni eso se encontraba. Dos días después recibió a las niñas en el comedor de su casa, con aire de autoridad. Estaba muy feliz al comienzo, pero después comenzó a perder la paciencia porque la más chiquita no ponía mucha atención. Fue de nuevo al papá de las alumnas y le sugirió que sólo las dos mayores estudiaran. Talvez en el futuro él se dedicaría también a la menor. El tendero no sólo estuvo de acuerto, sino que además alabó la idea, hablando a todo el mundo maravillas sobre el Francés:

Fíjense nomás, les da hasta merienda a la niñas, disque para que aprendan mejor.

Las otras niñas analfabetas de la aldea comenzaron a mirarlo con actitud pedigüeña; las madres también. Menos mal que nadie osaba proponérselo. ¡No faltaba más! No eran pocas las dificultades sólo con aquellas dos alumnas. En efecto, él no sabía escribir el portugués de forma alguna. Iba a trompicones, improvisando, mientras ellas aprendían todo equivocado.

Estaba realmente enamorado. Soñaba todas las noches en el clarísimo espejismo, sentía su olor, veía el brillo de sus cabello y tenía ganas de comerse su sonrisa. Ahora ella ya se dirigía a él, llamándolo, igual que la hermana, maestro. El, que nunca había oído el sonido de su voz, deliraba al oirla. Respondía con amabilidad, adentrándose un poco, todo ternura mientras las pupilas iban aprendiendo.

Pero se supo el caso de Dico, un casi niño y simpático pescador, con Neusa, la hija de Neco, otro pescador ya encallecido. Neusa y Dico andaban de novios ya desde chiquitines. Apenas crecieron un poco, comenzaran a practicar el amor como Dios manda que no se haga. En una de esas, la niña resutó barrigona, y al hacerlo, condenó la garganta del noviecito al cuchillo del pescador Neco. El hecho provocó gran revuelo en el poblado, lo que ayudó a preservar la honra de Clara por mucho más tiempo. Si el Francés quería estrecharla en sus brazos rubios y peludos, no tenía más alternativa que: casarse o casarse. Me caso con ella, aseguraba Alain. ¿No es eso lo que más o menos quiero? Si ella quiere, yo quiero. Haría cuaquier sacrificio para tenerla. Y se sumergía en físicas satisfacciones solitarias, claro, mientras Clara no se le entregara. Después todo cambiaría.

Era clarísimo que ella, como mujer, aún le rehuía, aunque como niña le demostrara adoración. Eso después que lo tuvo como maestro; pero él no quería sólo eso. La deseaba rendida en sus brazos como a tantas otras que había poseído. Todo eso pasaba por la cabeza del enamorado extranjero mientras sorbía su bebida diriamente en el expendio de bebidas del futuro suegro. Un suegro fuerte y macho que no se apartaba de su cuchillo ni siquiera para ir al baño, como él mismo afirmaba. Siendo así, Alain le hablaría de macho a macho, a pesar del temor que inspiraba la violencia propia de aquella cultura agreste. El haría cualquier cosa por su amada. Expondría sus buenas intenciones y lo convencería, pero sólo cuando tuviera certeza sobre el claro amor de la niña color cacao.

Contemplaba a su musa con embeleso. Que lo esperaran en las grandes ciudades del viejo mundo. Pensaba mientras contemplaba a Clara barriendo el piso de tierra de la tienda. Pies descalzos, piernas lindísimas que se movían tan sólo un poco ondulando la minifalda de tela barata y descolorida. Al verla agacharse para recoger la basura con la pala, vislumbró sus canzoncitos. Ante el peligro de perder la cabeza, decidió alejarse. No aguantaba tanto sufrimiento. ¡Clara, Clara, cuándo nos casaremos!

Tal vez adivinándole los pensamientos, ella le dirigió una mirada del mismo estilo. Dejando caer la escoba, la timidez, la vergüenza, el infantilismo y todo lo demás, Clara se le echó en los brazos espantados. Le ofreció la boca virgen, lista para ser estrujada por un beso que no llegó. Y confesó estremecida:

No tengas miedo. No creas que papá se va a enojar. El ya sabe. Te amo hace mucho tiempo. Desde que llegaste aquí. Yo ya no puedo vivir sin ti.

Y en su lenguaje de radionovelas dijo muchas más cosas, incluyendo casamiento. Sus brazos escuálidos de niña mal nutrida aún se le prendían al cuello. Su hálito era viciado como quien no se cepilla los dientes. Alain se alejó un poco, sonrojado de vergüenza. Vio todo de cerca. Unos pechitos que apenas se insinuaban, parecía muchacho. Vientre sumido, huesos puntiagudos sobresaliendo en un vestido raído. Un olor extraño de humo salía de sus cabellos. Pobrecilla, pensó él, que de repente pasó a ver todo desde otro ángulo.

Mientras ella repetía Yo te amo, cabizbaja, el Francés dejaba la escena, teniendo como público a toda la familia de Clara que, esperando un final feliz, habían visto todo por las hendiduras de la ventana. Inmediatamente se acordó que tendría que volver al lugar de donde había venido.

Tradujo del portugués: Rafael Camorlinga Alcaraz
Universidad Federal de Santa Catarina - Brasil





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